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A ContraLuz

pENSANDO

Diferencia anglohispana.

Diferencia anglohispana.

¿Alguien acierta a explicarme cómo es posible que la tranquilidad, entendida al modo británico, enseguida se convierta en flema, mientras que a la española, no sea sino pachorra?

Elecciones UEropeas.

Elecciones UEropeas.

© "Nuestro deber", viñeta de Manel Fontdevila.

El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan.

Arnold. Toynbee.

Comezón de culpabilidad, la del prurito que sufro tras desatender ayer mi derecho a voto, el cual siempre he sentido tanto o más como deber. Total, por no sortear las consuetudinarias obligaciones de una tarde de domingo.

Recuerdos futuros.

Recuerdos futuros.

Novo-Meditatio ©, por Noietquiksilver.

Casi todas las esperanzas del pasado, en el presente, han quedado convertidas en simples recuerdos de futuro. El presente, pues, sólo lo construimos con aquellas, de entre las pretéritas esperanzas, que no son recuerdo, sino realidad.

En fin, con eso y con lo que no fuimos capaces de atisbar.

La idea —que, vaya usted a saber cuál es— la completa, de forma cuasi paradójica, Felipe Benítez Reyes al escribir en su Arte Menor:

Es falso que el recuerdo
sea la vida.
La vida es otra cosa
más retorcida.

Paronomasia a la vida.

Paronomasia a la vida.

"Anciano afligido", por Vincent Van Gogh.

Peor que el paso de los días es el peso de los días.

Brochazo.

Brochazo.

 A los cuarenta, la vida se ofrece a la vista como un cuadro puntillista: si no consigues la distancia suficiente, no comprendes su sentido. Cada pequeño suceso vivido es como una diminuta y colorista pincelada. 

 

Lástima que, en ocasiones, la sala del museo sea tan mínima que no nos permita una perspectiva suficiente.

 

Y lástima también de los brochazos de pintor de paredes.

 

The watering can , de Seurat.

Retruécanos de la felicidad.

Retruécanos de la felicidad.

Voltaire en la corte de Federico II de Prusia, de Adolph Von Menzel. 

Parece ser que uno de los reyezuelos —y no me refiero a esos de colorido plumaje entre el ramaje, claro— de los tiempos pretéritos franceses, a todas luces un Luis entre el XIII y el XVI, era desafecto a los retruécanos. Sabedores de ello, los nobles cortesanos cuyo amplio de frente iba más allá de los dos dedos se cuidaban mucho de que, en sus tertulias y pruebas de ingenio ante el monarca, saliese de sus bocas muestra alguna de semejante figura retórica. Acaso la manía tuviese que ver con aquel acertado "Si el rey no muere, el reino muere" que la tradición —y Marañón— señalan como perla de diatriba contra los estertóreos días de Felipe II. El dicterio en cuestión es un calambur, aunque, en un sentido lato, hay quienes lo refieren como retruécano.

Da igual... Si yo lo que quería era dejar aquí uno, en sentido recto, que mi corto ingenio elaborase tras leer cierto poema en que se hablaba de sueños y de vida. Ahí va: En esto del vivir, uno sólo puede ir tirando si llena sus sueños de vida o si llena su vida de sueños.

Claro, que lo que yo dicto no puede competir con aquel tan afamado retruécano de Tolstoi —Sartre lo remedaría, posteriormente— que reza: "El secreto de la felicidad no está en hacer siempre lo que se quiere, sino en querer siempre lo que se hace". Después de todo, "cuando no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede", que diría Terencio.

Varia miscelánea de viejas notas.

Varia miscelánea de viejas notas.

Servilletero sobre una mesa, por González-Alba.

Cuántas veces no habremos garabateado una endeble servilleta de papel en un bar. Cuántas veces no habremos escrito un Te Quiero, por ejemplo, o cuántas no, un apunte de urgencia de una idea que queremos evitar perder.

Éstas que aquí dejo, rescatadas de la pérdida y del olvido, maculadas de café y fechas transcurridas, pertenecen a un tiempo en que yo ni siquiera era todavía yo. ¡Tanto hace!

  • La mayoría de curas, queriendo ser los arquitectos de Dios, no llegan más que a albañiles.
  • Todavía no entiendo bien cómo el hombre no ha convertido el infierno en unos altos hornos.
  • Para obrar bien, hay primero que saber qué es un mal pensamiento.
  • Cuando Jesucristo obró milagros para ser creído y darse a conocer, inventó la publicidad.
  • El amor es como una buena comida: mejora mucho con los condimentos.
  • El amor... ¿Alguien puede decir cómo surge una suave brisa?, ¿alguien, un violento huracán?
  • Alguna vez pensé que si La Tierra fuese plana, la vida sería el desarraigado diario que Dios escribe en su secreter universal.
  • Cuando no había duda de que la tentación era el dominio del Diablo, va Dios y crea a Eva para el pazguato de Adán.

En fin, amor y poquedad de fe.

Egoísmo altruista (oxímoron, pero no tanto).

Egoísmo altruista (oxímoron, pero no tanto).

Egoísmo, por Enetenetu.

Siempre he sostenido que el ser humano es egoísta; aun en su altruismo, pues lo es por naturaleza.

Entiéndaseme. Soy consciente de que, si por egoísmo entendemos aquella actitud con que se atiende sobremanera al propio interés, descuidando el de los demás, difícilmente puede darse a un tiempo diligencia ninguna en procurar el bien ajeno, menos aún a costa del propio. Analicemos, empero, aquellas actitudes humanas que, por su bondad, son libres de toda sospecha y concluiremos que en ellas se da también algo de egoísmo, de buen y fructífero egoísmo.

Existen personas que, generosidad en mano —y esfuerzo en la otra— emprenden épicas labores de ayuda a los demás. Y no son pocas, ciertamente. Pienso, por ejemplo en aquellas cuatro amigas que dedicaron su tiempo de vacaciones, durante cuatro años, a colaborar en Calcuta con la madre Teresa y, al cabo, una de ellas lo abandonó todo en Catalunya para irse a dirigir la delegación de una ONG en Bangladesh. Pienso también en Hannah y su ímproba labor como médica durante cinco años en el África occidental francesa. Y pienso, claro, en la cantidad de voluntarios activos, activistas de pro, que colaboran en tantos y tantos proyectos sociales y humanitarios de las distintas ONG. A todos ellos, mi incondicional admiración.

Son estas personas, junto con esas otras, capaces de acciones innúmeramente más humildes —ceder el asiento en el autobús, ayudar a quien lo necesita a cruzar una calle, donar sangre... —, las que me valen para ejemplificar ese egoísmo al que me refería al inicio y que nos es consustancial.

En todas y cada una de estas abnegadas obras, desde las más filantrópicas y quijotescas a las más sencillas y consuetudinariamente nobles, subyace un fondo de inocuo egoísmo. Bien es cierto que el egoísmo tiende a ser inicuo y no inocuo, por lo que acaso cabría hablar preferiblemente de amor propio. Sin embargo, uno de los rasgos significativos primordiales que establecen la diferencia entre el egoísmo y el amor propio es la desmesura, la inmoderación. Y lo que me propongo aducir es, precisamente, que en las acciones a las que me refiero hay tanto amor a uno mismo como al prójimo.

En cierta ocasión eché a correr tras un ladronzuelo que acababa de dar un tirón de bolso. Verdad es que el egoísmo me hubiese hecho restar impasible; pero, incapaz como era de sentir indiferencia, a la vez que hubiese tratado de consolar a la pobre chica asaltada, me hubiese sentido mal conmigo mismo. ¿No es, pues, cierto que al echar a correr pensaba también en mí mismo? Además, ¿no nos hace felices hacer felices a los demás? Indudablemente, sí. No es que quienes se aventuran a paliar las graves enfermedades de los niños moribundos de Calcuta o quienes vacunan a las indefensas criaturas de África sean don quijotes; esas buenas gentes no tratan de deshacer todo género de agravios buscando cobrar eterno nombre y fama. Con todo, es innegable que , en buena medida, también hacen lo que hacen porque se sienten bien consigo mismas.

Vuelvo —sema ’exceso’ al margen—: el altruismo no es más que la consecuencia, enaltecida y sublime, de ciertos reflejos anímicos de complacencia en la consideración de nuestras propias obras. Podemos ser altruistas porque, afortunadamente, no podemos dejar de pensar —al menos un mínimo— en nosotros mismos. No podemos dejar de ser mínimamente egoístas.

Voto útil.

Antes de ayer, la buena de Bel hablaba en un rincón de su bitácora de su voto inútil, y, caso de serlo, lo habrá de ser también el mío, pues posee idéntico color. No le falta razón a mi querida amiga, pero tira a hiperbólico sentenciar que un voto para ICV sea un voto inútil.

El extremo bipartidismo que se cierne sobre el sistema político de nuestra democracia parece obligarnos a concluir que un voto a terceros no es un voto útil. Pero, ¿qué es un voto útil? ¿Acaso no lo son todos? ¿Los hay que más y los hay que menos?

Recientemente, asistí a una charla política que ERC ofrecía a un reducido número de ciudadanos. La principal oradora esa noche era la Consellera de Benestar Social, Carme Capdevila, y buena parte de su discurso giró en torno a la irresponsabilidad ideológica del voto útil. No dejaba de ser irónico que, mientras la Honorable argumentaba, al pie de su micrófono un pequeño rótulo electoral rezase: Aturem el PP. Con todo y pese a la pobreza de empatía que de mí lograba, su discurso desarrollaba una hábil diferenciación semántica entre el concepto de voto útil y el de utilidad del voto. Según la Consellera -y en esto sí estoy totalmente de acuerdo con ella- hemos de vencer la tentación del voto útil y votar, conforme a nuestro convencimiento ideológico a aquel partido político con cuyo ideario congreguemos en mayor medida.

ZP y los suyos nos piden el voto para sí y contra el PP: "si tú no vas, ellos vuelven". Rajoy y sus secuaces hacen lo propio y basan su campaña, más que en propuestas de futuro, en críticas demagógicas del pasado reciente. Tampoco el resto de partidos están libres de culpa. En Catalunya, por ejemplo, donde el bipartidismo se juega de otra manera, votar izquierdas es también, y además, no votar PP. Y claro, votar PP es no votar al tripartito. No es nueva en este país la alianza de las izquierdas, ni trato de despreciarla -ojalá fuese siempre e fectiva-; pero echo de menos la utilidad del voto frente al voto útil.

Yo votaré ineludiblemente a Joan Herrera y los suyos. Y lo haré por todas y cada una de las razones que se exponen en sus propuestas de gobierno. Os invito a que las conozcáis; son todas de equidad progresista, de justicia natural que merece ser escrita y pasar a ser ley positiva. Daos una vuelta por las páginas de Joan Herrera y de ICV o, simplemente echad un vistazo a los folletos informativos. No votemos contra nada; votemos a favor de algo y hagamos previamente, como yo ahora hago, apología; y con la apología, proselitismo. Expliquemos abiertamente a cualquiera las razones y el sentido de nuestro voto. En esto reside buena parte de la utilidad del voto. Y si no, como mínimo podremos estar orgullosos y mostrarnos. ¿Os habéis dado cuenta de que los únicos artistas, de entre los del mundillo de la farándula, que se encuentran más cómodos amparándose en el derecho al voto secreto son los que intuimos que acabarán votando al PP? ¿Os habéis dado cuenta de que la única lista electoral, de entre las que nos llegan a casa por correo ordinario, que no se anuncia externamente en el sobre es la del PP?

Cuarentón.

Cuarentón.

Hoy alguien citaba a Cesare Pavese:

A partir de los cuarenta, a cada uno se le pone la cara que merece. 

Me he mirado en el espejo:

¡¿?!

Quizás -he pensado- tras dos años, estoy demasiado acostumbrado a mi merecida cara y no acierto a interpretar valor o signo algunos. Se me ha ocurrido entonces buscar la primera fotografía que hubiese reflejado, hace un par de años y pico, mi recién estrenada cara merecida. Bien, pues ésta es.

¡¿?!

 

Primavera no tarda.

Primavera no tarda.

 Rama de almendro en flor, de Vincent Van Gogh.

Camino de Can Boada, en una curva del recorrido, un último árbol, ya en flor, me dice lo que el paisaje fuese antes de mí y del asfalto de la curva.

No es la carretera el Duero, ni la curva un meandro. No es el árbol un olmo ni un ciruelo, sino un almendro. Y el recorrido no conduce, pese a algunas tardes azules, al alto Espino. Enseguida el horizonte se abre a La Mola, que no es el Moncayo, y a una primavera que no tarda, distinta a la que ilumina la epístola a Palacio.

Me gusta tener en las trincheras del pensamiento a la literatura; pero también, en la retaguardia.

El fin o los medios.

El fin o los medios.

Durante mi penúltimo asalto lector a Mi oído en su corazón, de Hanif Kureishi (gracias por descubrírmelo más allá del séptimo arte, Play), leí un fragmento en que el autor cita cierto pasaje de la Autobiografía de J.S.Mill:

Supón que todos tus objetivos en la vida se realizasen [...] ¿Sería esto una gran alegría y felicidad para ti? Y un inconsciente irreprimible respondió con toda claridad: '¡No!' Ante esto, me hundí anímicamente: el fundamento completo sobre el que había construido mi vida se derrumbó. Toda mi felicidad la había encontrado en la búsqueda constante de ese fin. El fin había dejado de atraer, y ¿cómo podría volver a haber de nuevo interés por los medios?

Al hilo de lo leído, escribí en la hoja en blanco del final de edición algo con lo que ahora me propongo daros el tostón.

Se busca el sentido de la vida. No se encuentra. Se admite el fracaso o se plantea la posibilidad de que buscar el sentido a la vida pueda ser el sentido mismo de la vida. No es universal ontología, claro; tan sólo un camino individual.

Ni siquiera. Apenas un jugueteo del intelecto, entretenimiento o ingenio de una mente ociosa. Lo cierto es que no hay un sentido de la vida. Se vive y, en los aconteceres del vivir, en las sensaciones que nos despiertan, encontramos los pequeños, imperceptibles, múltiples, sentidos de la vida. Por supuesto, la mayoría de experiencias, anodinas, consuetudinarias, mecánicas incluso, resultan estériles; pero unas pocas nutren el espíritu -alguna lo colma-, y es el cúmulo de éstas el que hace prescindible buscarle un sentido a la vida. La acumulación no es tampoco 'per se', el sentido de la vida, ¡ojo!; únicamente nos ahorra la angustia vital que obliga a su búsqueda.

Pero volvamos al presupuesto inicial. Es notoriamente común la creencia de que nada pasa porque sí; que cuanto sucede, sucede por algún motivo, como si un arcano sentido de la vida fuese la consoladora batuta que dirige los instrumentos de la sinfonía vital. No obstante, a poco que analicemos este determinismo, este imperio de los designios, observaremos cómo su esencia es tautológica, es decir, cada cosa ocurre precisamente porque tiene un sentido. ¿A qué buscarlo?, pues. Tiene que suceder y listos. No obstante, con suerte, ese sentido se revela en una futura experiencia satisfactoria, la cual, a su vez, cobra sentido iinecesario en su supuesta causa. Pero, en última instancia, ¿no es esta actitud una sutil forma de conformismo? Más aún, ¿no llega a ser una venda con que taparse los ojos? Aquí, la creencia en el sentido de la vida es un acto de fe y en el transcurso de ésta se encuentran los indicios.

En el extremo opuesto, se halla aquél para quien todo ocurre porque sí, como podría no haber ocurrido; aquél para quien ese determinismo del que acabo de hablar no es sino una huida fácil del absurdo, un esquema simple -todo esquema supone orden- con que  enmascarar lo caótico de la experiencia vital: el caos, lo desconocido, el sinsentido infunden siempre temor. Claro está que no todo el que defiende esta postura ha de hallarse necesariamente inmerso en la duda existencial. La suya puede ser una existencia gratificante, satisfactoria, feliz incluso, por obra del azar. Si no se siente así, si la adjetivación pertinente es de signo contrario y hay quien vive una existencia frustrante, insatisfactoria, infeliz por obra del infortunio, acaso se ponga a buscar el sentido de la vida y no lo encuentre y se plantee entonces si la búsqueda del sentido de la vida es 'per se', un posible sentido de la vida.

No obstante, tan sólo se tratará de ingeniería mental. Y si es como la aquí vertida, además, barata.