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A ContraLuz

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El palo del gallinero.

El palo del gallinero.

Hace un tiempo, el ser rizomático de mi querida Hannah recordaba en su rincón de máximas un apotegma de Santiago Russiñol:

La vida es como el palo de un gallinero: corta pero llena de mierda.

La redondez de la sentencia vela —del latín velāre, no del latín vigilāre— el gran acierto de ese "pero" en vez de "y". Cuando pintan bastos, esta sencilla conjunción, coordinante también pero adversativa, es la única lamentable esperanza que ofrece la semántica del asunto.

Sofisma (o no).

Sofisma (o no).

Las cosas no cambian; cambiamos nosotros.

Henry David Thoreau.

Hermosas miradas.

Hermosas miradas.

 

Hace unos días, fui al cine a ver Elegy, de Isabel Coixet. La película me gustó. No más que Cosas que nunca te dije, Mi vida sin mí o La vida secreta de las palabras, acaso porque esta vez el guion no era suyo; pero me gustó.

De todas formas, no pretendo escribir aquí una crítica cinematográfica. Sucede que, al acercarme a la taquilla para comprar las entradas, leí, en el cartel que promociona el filme, la frase publicitaria que le sirve de eslogan:

Campo de Amapolas, por Alfonstr.

La belleza está en los ojos de quien la mira.

Las palabras sonaban a música conocida, pero —bendita memoria mía, una vez más— no acertaba a saber por qué.

En más de una ocasión me han vuelto a la memoria y, en una de ellas, el azar quiso que estuviese frente al pecé, esto es, con San Google a mano dispuesto a milagrear. No obstante, tras probar algunas búsquedas, el resultado casi siempre fue "autor anónimo" —salvo aquellas referencias que aludían, de manera improbable, al pensador español Manuel de la Revilla—. Y yo quería recordar que la expresión tenía paternidad reconocida.

Hoy, por fin, en uno de esos tantos papelitos garabateados con que acostumbro a llenar la carpetilla que siempre viaja conmigo,  leo:

La mitad de la belleza depende del paisaje; la otra mitad, de quien lo contempla (Lin Yutang).

La versión anónima que sirve de reclamo y motivo a la película quizá sea más expresiva y, por tanto, más efectiva; pero la del escritor chino está en condiciones de acercarse más a la realidad.

Aun así, echándole un último vistazo a la fotografía que ilustra esta entrada, antes de ser publicada, se me ocurre que esos porcentajes del cincuenta por ciento son susceptibles de multiplicidad, variables. En la intimidad de la mirada de Alfonstr al campo de amapolas, el paisaje regalaba claramente su mitad y la mirada del fotógrafo, la suya. El resultado es, indudablemente artístico, y, como quiera que el arte es sujeto de contemplación, si yo o cualquiera otro admiramos la imagen elaborada, ¿cuál será entonces la relación porcentual? La nueva mirada ofrecerá su mitad y la fotografía, la suya. Sin embargo, en este nuevo cincuenta por ciento, lo regalado por el paisaje no supone ya ni un veinticinco.

De todos modos, en lo que a mí me va: ¡qué bien voy a poder dormir esta noche, habiendo descubierto en mi carpetilla a Lin Yutang!

Apunte sobre la estupidez.

 

Recientemente se descubrió un archivo audiovisual ínedito en el que el genio por antonomasia del siglo XX, Albert Einstein, aparece junto a la pequeña Stephanie, hija de su contador y amigo Leo Mattersdoff, durante una reunión realizada en su casa de Princeton, en 1943.

Las imágenes, capturadas en 16 mm. y transferidas para vídeo con los oportunos ajustes en color, las conocemos todos ya gracias a que están siendo usadas por una conocida marca de coches para anunciar su nuevo modelo ecológico. De añadidura y como apoyo a su eslogan Un poco menos estúpido con el medio ambiente, el corte publicitario expone un apotegma del científico que, si ya era célebre, celebérrimo ha de ser en adelante:

Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro.

Huelga advertir de la perfidia de la publicidad, de cómo logra, manipularnos y hacer de nosotros títeres consumistas y bla, bla, bla. No obstante, me gusta el uso de la atenuación en que los publicistas han dado al decir Un poco menos estúpido y no Un poco más inteligente, donde la rima con el medio ambiente jugaría a favor de la retención memorística que todo eslogan persigue, aunque la vinculación con la cita de Einstein sería algo menos directa.

No sé si no debiera de comprarme el cochecito de marras. Es que me da no sé qué resignarme a ser estúpido. Porque lo soy; Einstein dixit. Y no sólo Einstein; en realidad, la sabiduría popular me lo dice al sentenciar que El número de tontos es infinito. No puede ser de otra manera, ¡si Dios mismo ya es de esa opinión!: Stultorum infinitus est numerus, reza el "Eclesiastés" (1,15).

Acabo de leer un fragmento de "Las quinientas apotegmas", de Luis Rufo  (1646), donde su autor logra reducir el número infinito de necios a sólo tres categorías : leños, majaderos y badajos. Y, por momentos, he sabido reconocerme en cada uno de ellos. ¡Ay!

De todas formas, se me antoja remedio caro eso de tener que comprar un coche. Voy a ver si encuentro otros con que lograr que mi estulticia supina no alcance los grados de la idiocia irremediable.

Por ejemplo, dejar de escribir artículos vanos como éste.

Se admiten consejos. Y me despido, que Al buen callar llaman Sancho.

Decíamos ayer...

Decíamos ayer...

Todos nos sabemos tres o cuatro chascarrillos interesantes, curiosidades que nuestro entendimiento nos ha ido procurando desde el ámbito de las ciencias o de las humanidades. Y con ellos gustamos deslumbrar a nuestros contertulios, amenizando inteligentemente cualquier conversación que nos brinde la oportunidad. Creo que fue Einstein quien dijo que todos somos muy ignorantes; lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas. No es, pues (si la ocasión está brindada), la pedantería la que nos mueve a estos lances, sino satisfacer el deseo de compartir conocimiento.

Digo esto porque más de uno me habrá oído alguna vez dar esta explicación acerca de Fray Luis de León, que, junto con otras imprecisiones históricas, hace ya casi tres lustros aprendí de un librito de Pedro Voltes.

Verbigracia, en cierta ocasión, un colega de Departamento me dijo que, al iniciarse un nuevo curso académico, acostumbraba a comenzar sus clases de bachillerato con el espíritu renacentista y salmantino que da el traer a colación la celebérrima expresión decíamos ayer. Le dije que me parecía estupendo, claro, pues cualquier ocasión ha de ser buena para que un alumno acreciente su acervo de culturilla general: nunca se sabe; un buen día pueden presentarse a uno de tantos concursos que pululan por las rejillas de la programación televisiva, infestándola, y la diferencia entre continuar o ser eliminado puede estar en una anécdota sobre Fray Luis. Con todo, advertí a mi buen colega de que, en la buena voluntad de su cita, no se encontraba ni el rigor histórico de la misma ni el espíritu tergiversado con que la tradición la ha hecho llegar hasta nosotros.

Dicebamus hesterna die son las palabras que la tradición histórica pone en boca de Fray Luis, al retomar éste sus clases en la universidad salmantina, tras cuatro años de encarcelamiento por un proceso inquisitorial en el que se le acusaba de prestar más atención al texto hebreo de la Biblia que a la Vulgata (¡qué descarrío ovino, Señor, el de aquellos humanistas!) Hay, pues, en la intención de este decíamos ayer una acre ironía que declara el triunfo interior del catedrático y vehicula con elegancia el desprecio hacia quienes lo calumniaron, lo persiguieron y lo procesaron. Así, citar de tal modo a Fray Luis implica estar retomando quehaceres o menesteres largamente interrumpidos, pero despreciando, más que el tiempo transcurrido, las razones de la interrupción.

Las merecidas vacaciones de los alumnos, sin duda, no merecen desdeño por parte del profesor; antes bien, aprecio por parte de quien , a fin de cuentas, las comparte. A esto me refería al aludir a la tergiversación de espíritu.

Por otro lado, cabe saber que, en rigor, la expresión de Fray Luis no fue dicebamus hesterna die, sino dicebamus externa die, por lo que debería traducirse como decíamos tiempo atrás. Demasiadas veces, la realidad es más prosaica de lo que pretendemos, de ahí que a menudo la modifiquemos. No es que el docto sabio salmantino no estuviese dotado del ingenio necesario para el irónico decíamos ayer; pero su genio era más sosegado, más suave y tierno y, sobre todo, los tiempos que corrían y el entorno en que se hallaba no invitaban a provocaciones, como demuestra el hecho de que en 1582, diez años después de iniciarse el primer proceso contra él, fuese nuevamente procesado por la Inquisición. Sin duda, en 1576, hubo en la célebre frase más bien una dosis de prudente cautela que de silente desdén.

La vida debería ser al revés.

En un comentario a una de las últimas entradas de Sakk, me referí a la obra de Jardiel Poncela Cuatro corazones con freno y marcha atrás. En ella, la idea de desandar el camino de la vida —esto es, pasar de la vejez a la adultez y de ahí a la juventud, la adolescencia, la infancia...— se nos presenta como una experiencia poco deseable, pese al tono netamente humorístico que tiene la comedia.

Casualidad de las casualidades, acabo de recibir de mis buenos amigos Ramón y Mary un correo electrónico en el que me adjuntaban el siguiente texto de Quino. También es humorístico, claro; sin embargo, el tono es de todo en todo optimista.

Se debería empezar muriendo y, así, ese trauma está superado.

Luego te despiertas en una residencia mejorando día a día.

Después, te echan de la residencia porque estás bien y lo primero que haces es cobrar tu pensión.

A continuación, en tu primer día de trabajo, te dan un reloj de oro.

Trabajas 40 años, hasta que seas bastante joven como para disfrutar del retiro de la vida laboral.

Entonces vas de fiesta en fiesta, bebes, practicas el sexo y te preparas para empezar a estudiar.

Luego, empiezas el cole, jugando con tus amigos, sin ningún tipo de obligación, hasta que seas bebé.

Y los últimos 9 meses, te los pasas flotando tranquilo, con calefacción central, room service, etc.

Y al final, abandonas este Mundo en un orgasmo.

Crónicas de piratas de motel.

Página 116 de la edición de Anagrama, en su colección Panorama de Narrativas nº 59. Escribe Sam Shepard:

Me volví hacia la extensión de tierras y me pregunté hasta dónde ir. Exactamente la misma pregunta que me hice antes, cuando nadaba en el oceáno. ¿A partir de qué lugar empieza a ser peligroso seguir alejándose? Y comprendí que uno se lo pregunta cuando ya empieza a creer que ha ido demasiado lejos.

Recordé este pasaje hace tiempo leído, pero nunca acabado de olvidar, al pensar en una frase que, en su momento, pasó totalmente inadvertida para mí. Me la citó una buena amiga no ha mucho y la dice Barbosa en uno de los escasos aciertos de diálogo de Piratas del Caribe 3 :

Hace falta perderse del todo para hallar destinos inalcanzables.

Ando espesito-espesón y sin muchas ganas de diseccionar significantes para entender significados, pero tres contra uno a que ambos pensamientos son peldaños contiguos, pese a que acceder del uno al otro suponga cambiar de escalera.

¡Qué de tonterías escribo a veces, madre mía!

 

En palabras de Àngels:

L'essentiel est invisible pour les yeux, on ne voit bien qu'avec le coeur.

Un pequeño homenaje, querida poliglota (así la voz: llana, como tú; y extraordinaria y poco común, como tú), a estas palabras que siempre trae el correo de los ángeles, tu correo.

Son una gran verdad (veritat, vérité, egia, berdá, verdade, truth, verità, wahrheit, alhqeia, veritas...)

En palabras de Mark Twain:

Cuando era más joven podía recordarlo todo, hubiera sucedido o no.

¡Jo! Para alguien como yo, cuya memoria se llama desmemoria...Indeciso