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A ContraLuz

'Amarrazón' o los fantasmas lexicográficos.

Que las clases de lengua son un rollo para muchos alumnos es una evidencia; díganmelo a mí, que soy el profe que las imparte -o que las sufre, según se enfoque-.

No obstante, los fantasmas lexicográficos a que se refiere el título de este artículo nada tienen que ver con la perspectiva del alumno de secundaria, por bien que éste pueda pensar en el miedo al suspenso en una asignatura que no le va o en lo evanescente de unas explicaciones que no consigue aprender y, pon ende, mucho menos aprehender.

Acabo de recibir, por gentileza de la Fundación Duques de Soria, la invitación a un seminario de lengua española acerca de 'La morfología en la confección de un diccionario histórico', invitación a la que mi oxidada preparación filológica me obliga a renunciar -pero retengamos el lamento, que no viene al caso-. Ojeado el folleto, entre las ponencias y coloquios, llama mi atención el tema de una mesa redonda: '¿Hay fantasmas lexicográficos? ¿Qué hacer con ellos?'

Siempre ando a vueltas con mi desmemoria, de modo que he sido tardo en reconocer a estos viejos fantasmas, descubiertos en los años fronterizos entre mi última mocedad y mi primera edad adulta, mientras preparaba para el proyecto PROLOPE de la UAB la edición crítica de 'El Duque de Viseo', de Lope de Vega. Al cotejar distintas ediciones de la obra para fijar definitivamente el texto, recuerdo haber hallado una inadecuación en la lectura de dos variantes textuales: dehessas gamenosas y dehesas amenosas. La primera, correcta; la segunda, espuria.  El Fénix se refería con la expresión a aquellas tierras de pasto abundantes en gamones, por tanto gamenosas, según correcta sufijación -pese a que el adjetivo no figure en el DRAE-. Lo curioso es que el adjetivo amenoso no existía en castellano antes de la errata -tipográfica, a todas luces- de la obra de Lope.  La Academia lo incluyó en su diccionario en 1770 basándose en la autoridad del Príncipe de los Ingenios y definiéndolo como 'lo mismo que ameno'; todo un hápax, pues, por aquel entonces -ignoro si aun con posterioridad-.  El error se corrigió, como tantos otros, en la edición del DRAE de 1992, la cual recoge en gran parte el resultado de la labor lexicográfica de limpieza de fantasmas que el DHLE -ahora ya NDHLE-, tan en cierne aún, hizo durante la década de los 80.

Así, tal y como puede colegirse de esta experiencia, los fantasmas lexicográficos no son sino palabras cuya vida se limita única y exclusivamente a las páginas del diccionario que las incluyó erróneamente entre el elenco de términos del idioma. Como agudamente apuntara Landau, las palabras fantasma son equiparables a las dolencias iatrogénicas, esto es, alteraciones del estado del paciente producidas por el médico.

Por deformación profesional y por inclinación ilustrada, entiendo que un ejemplo pueda aclarar mejor el entendimiento. Véase a continuación uno de los aducidos por Pedro Álvarez de Miranda en un estupendo artículo publicado por la Biblioteca Miguel de Cervantes:

     Todos los diccionarios, tanto académicos como extraacadémicos, han registrado hasta ayer mismo un sustantivo, amarrazón, que definen como «conjunto de amarras» (así, por ejemplo, en Academia 1984). La cosa se remonta al Diccionario de Autoridades, que en 1726 incluyó el siguiente artículo: "AMARRAZÓN. s. f. Término náutico. Las cuerdas, cables y gúmenas con que se atan, afirman y asseguran las embarcaciones en los Puertos. Lat. Funes. Rudentes. CERV. Quix. tom. 1, cap. 46. Y cortar la amarrazón con que este barco está atado."   Un desgraciado cúmulo de errores se cebó en este artículo. Por lo pronto, en el capítulo 46 de la Primera Parte del Quijote no hay ni rastro de ese texto. Donde sí está -y luego veremos la explicación del error- es en el capítulo 29 de la Segunda Parte. El pasaje pertenece a la aventura del barco encantado, y reza así en la edición príncipe de 1615: "-Ya están atados -replicó Sancho-. ¿Qué hemos de hazer aora? - ¿Qué? -respondió don Quijote-. Santiguarnos y levar ferro; quiero dezir, embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado."  (fº 111vº)   [...]   El caso es que, en efecto, en la edición madrileña del Quijote de ese año, lo mismo que en otra de 1714, se lee en la página 146 de la Segunda Parte (y ahí, en ese número 146, está la explicación del gazapo, o lapsus [cálami] , «tom. 1, cap. 46»): «y cortar la amarraçon con que este barco está atado». Estamos, más que ante una errata común, ante una cadena de erratas, ante una fatídica bola de nieve provocada primero, en 1655, por un error accidental y más tarde, en 1706, por el intento de otro impresor de arreglar, añadiendo otra preposición "con", un texto que quedaba cojo. He aquí la serie de lecturas, partiendo de la edición príncipe: 

     Madrid, 1615, 111vº: y cortar la amarra con que este barco está atado.

     Madrid, 1655, 245b: y cortar la amarraçon que este barco está atado.      Madrid, 1706, 146b: y cortar la amarraçon con que este barco está atado.     Madrid, 1723, 146b: y cortar la amarrazon con que este barco está atado.

El hecho de que en la edición de 1723 la palabra esté ya escrita con -z- no es sino la culminación de la errata, pero no implica necesariamente que fuera esa la edición manejada, pues, como se sabe, la eliminación de la ç fue una de las primeras decisiones ortográficas que tomó la Academia.

En fin, la Academia hizo caer en la trampa hasta a los especialistas, pues tanto el excelente Diccionario marítimo español (1831) como otros diccionarios posteriores de términos náuticos acogieron la palabra entre sus páginas. Ni siquiera (y esto es más grave) el primer y truncado Diccionario histórico de la Academia detectó en 1933 el error. Solo el DHLE lo hizo, en 1984, gracias a lo cual amarrazón ya no consta en la edición vigesimoprimera del diccionario común, publicada en 1992.

NOTA:   En adelante, intentaré no sucumbir al canto de sirenas de la lingüística; entiendo que no ha de ser éste el lugar indicado para la elucubración filológica. O sí, ¡qué, coño!

4 comentarios

atb -

y qué sería de un mundo sin sirenas?: sería un mundo en el que faltaría algo fundamental: la ocasión de ejercer le voluntad y elegir libremente; que incluso cuando sucumbimos estamos ejerciendo la voluntad de sucumbir. Allá cada cual si no sabe disfrutar de (sacar lo bueno [o lo menos bueno, clarostá]/aprender de/enriquecerse con/y crecer, en definitiva, gracias a) lo que uno elige, no?
Désolée: a estas horas de la mañana puedo escribir los versos más aburridos ...
Jinhos

Juanjo -

Me encanta tu comentario y lo hago mío. Déjame, simplemente, que juguetee un momento con tu primera línea, pues si soy, como pretende Carmen -mi querida Boni-, una suerte de Ulises, navego amarrado a un mástil, pero carente de cera en los oídos: oigo sin sucumbir.
Pero tienes razón; de modo que, sin que sirva de precedente, prefiero ser Jasón por esta vez y que no acierte a salvarme ningún Orfeo -o las sirenas desaparecerían-.

atb -

Los cantos de sirenas están para eso: para que uno sucumba. Además, las elucubraciones lingüísticas siempre llevan a algún buen puerto, creo.
Por otra parte, esos trabajos de investigación universitarios son los que nos formaron en su día y nos hicieron lo que somos hoy, aunque hayan pasado actualmente a formar parte de la amnesia virtual. Es el substrato sobre el cual hemos ido construyendo nuestro (pequeño) mundo y sin el cual éste podría haber resultado ser de cualquier otra
"nacionalidad", o "color", o "forma", como las lenguas. ¿o no?

Juanjo -

Agradezco a Álvarez de Miranda, además del fragmento citado, el hecho de que su artículo me haya permitido rescatar del olvido, un temprano trabajo de investigación universitario inédito, que aún conservo con amnésico cariño.