El amor que omite los tacones.
Una delicia escrita por J. C., querida alumna de 1.º de bachillerato humanístico.
IMPORTANTE: Ponerse babero antes de ser leído.
Al contrario que la mayoría de la gente, él se desmaquilla al levantarse cada mañana. Su despertador suena a las seis y media para dejar un margen suficiente a salir de casa hacia el trabajo antes de que suene el otro despertador, el de su pareja. Sale de la cama y se pone su bata a cuadros verdes, calza sus zapatillas y, arrastrando los pies para no despertarlo y borrar así el sonido de los tacones sobre el suelo, se mete en el baño. Antes de mirarse al espejo se lava la cara con agua dos veces y para cuando se refleja por primera vez ya ha conseguido desfigurar las formas del vistoso maquillaje, y salva las pestañas postizas antes de que se vayan por el desagüe de la pica, las seca y las guarda en una cajita. Mira el bote de la crema desmaquillante tamaño ahorro, anotando mentalmente que ha de comprar más y repitiendo así en su mente la escena del supermercado con el cometario de la cajera: "Vaya, su mujer debe utilizar mucho maquillaje...". En ese momento no supo si sentirse ridículo por dentro o por dentro y por fuera.
Camina por la calle imaginando que todo el mundo sabe que por las noches se calza tacones y se enmascara en una capa de pintura facial, y no lo hace por él, lo hace por amor.
Se ha convertido en la mitad de la sombra de una mujer que en realidad no es. Tiene más de seis pares de zapatos de tacón; de aguja, de cuña, altos y más altos todavía... en cambio, solo tiene dos pares de zapatos masculinos, sin contar las zapatillas, que son unisex.
Durante el día es un hombre de lo más banal, que rima con normal. Trabaja sus seis horas, hace su media hora extra como todos los de su planta y apaga el ordenador, baja por el ascensor y corre para llegar a casa antes de la seis, cuanto antes mejor. Cuando llega le pone la comida al gato mientras se saca los zapatos formales y se afloja la corbata, seguidamente se cambia la ropa por algo más femenino, sin llegar a ser tan excéntrico como podría ser, y gana cinco centímetros subido a los zapatos de tacón de debajo de la cama. Tras acostumbrarse durante unos segundos a su cambio de centro del equilibrio, camina deprisa hacia el baño, haciendo resonar los golpes del tacón. Tampoco se maquilla en exceso, se pinta los labios de un color notable pero discreto, se extiende la base y utiliza el rimel. Los polvos son solo para las ocasiones especiales.
Normalmente, después de este ritual casi diario, suena el timbre de la puerta y entra su pareja. Él va a recibirlo como si llevara todo el día esperando ese momento, mientras le cuenta cosas de su trabajo, porque realmente lleva todo el día esperando volver a abrazarle, y todo lo que rodea ese momento es tan solo un adjunto. Entonces hacen la cena entre los dos, cenan, hablan un poco y a veces ven la televisión, todo con total naturalidad y desprendiendo amor.
Él lleva haciendo eso tanto tiempo que ya no se lo cuestiona ni le molesta, lo hace porque sabe que a su pareja le gusta, lo hace plenamente por amor, y ese amor le compensa el dolor de pies y hasta las ojeras tapadas con maquillaje. A veces están tan cansados que no obtiene más que un beso antes de dormirse, pero aún así, ese beso le compensa. Lo que le asusta es que el beso no traspase el pintalabios.
4 comentarios
Juanjo -
Gracias en nombre de la autora.
NB -
Juanjo -
Jara, anímate y escarba en tu escrito, quizá esto que nos gusta sólo sea lo que asomaba a la superficie de tu creatividad.
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