Niños.
A veces, tras unos momentos participando de la ilógica de su conversación, la contundencia de una obviedad sorprende y atrapa, estira naturalmente ambas comisuras y dibuja en papá una sonrisa que nace de muy adentro.
Clàudia tiene cuatro años y un pequeño juego de figuras heredado de antiguas, y aun recientes, diversiones de su hermanito mayor, Biel. Una casita con carreta y tarros de miel a la puerta y famosos personajitos con que da rienda suelta a la imaginación: Pooh, Piglet, Tiger, Igor -falta Conejo-.
-Papi -dice mientras sus manitas sostienen los tarros de miel-, ¿es nene o nena?
-Eeee..., pues no sé.
-¡Hombre, papi, si son de color lila..! -Parece algo defraudada al tiempo que ansiosa.
-¡Ah, sí!, nena. Es nena -sentencio seguro de mi acierto.
-¿Y este?
Papá, entonces, no está seguro de si el masculino gramatical acabado de oír implica una ya de antemano elección de sexo: -Nene -digo.
-Bien, papi. -La carreta, efectivamente, no es sino carro. -¿Y este? -Le ha llegado el turno a Piglet.
-Pues este, claro, es nene.
-¡Hala, papi, si es rosa! Ya no hay ansiedad, solo decepción.
-Pero, Clàudia, casi todos los cerditos son rosas.
-Ya. ¡Pero este tiene piernas! -Mayor decepción aún.
-...Como todos los cerditos. Todos los cerditos tienen piernas, cariño. -Suerte que estamos los padres para enseñar lo que haga falta.
-Papi, ningún cerdito tiene piernas. Los cerditos tienen patas. Sólo este tiene piernas.
No hay remedio, la lógica de la ilógica. Ya se me han estirado las comisuras y, claro, Piglet es nena. Poco o nada importa que se trate de material sintético aprobado por la normativa europea. No es un mundo material sino imaginario.
Y el género gramatical no suponía un indicio de sexo real.
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